Elena Lorenzo y Esther Piccione aún celebran Acción de Gracias cada año. Conservan todas las cartas que escribieron desde Estados Unidos. Recuerdan bien aquel viaje que, allá en los años sesenta, empezaba con una travesía de 13 días en barco.
La primera fue participante de AFS en 1961. Vivió en un pueblo llamado Thomasville, Georgia. La segunda emprendió la misma aventura siete años después en Pierre, una pequeña localidad en Dakota del Sur. Ahora, pasadas cerca de seis décadas, cuentan cómo aquello les cambió la vida. Esther volvió de Estados Unidos con la maleta llena de comida norteamericana y pasó años pidiendo a quienes viajaran allí que le trajeran siempre algo. Cuando con el tiempo recibió la visita de su madre anfitriona, la llevó a ver las construcciones romanas que había por toda España. Elena sigue hoy en contacto con las que fueron sus hermanas en Georgia.
El giro, en cualquier caso, llegó también en lo profesional, gracias a las destrezas que una y otra habían adquirido en diferentes idiomas y a lo pequeño que, como cuentan, les quedaba el mundo después de aquello.
— ¿Qué esperaban de AFS cuando se inscribieron en sus programas?
— [Esther] Recuerdo que mis padres me tenían en un puño. A mi hermano mayor le permitían de todo. Pero para mí había otros planes: en cuanto creciera, me tocaba casarme. Quizá podría trabajar, pero de secretaria, como mucho. Cuando vi la publicidad de AFS, encontré una oportunidad. Al principio me costó convencerlos, pero fui pasando las pruebas para vivir en Norteamérica y ya no les quedó otra.
— ¿Qué recuerdan del proceso de selección?
— [Elena] Muchos nervios. Y lo difícil que resultaba recopilar la documentación entonces, siempre a través de la embajada. ¡Me preguntaban si me planteaba matar a alguien! O si era del Partido Comunista. Un disparate, porque yo de política no sabía nada. Ni siquiera hablábamos de ello en casa.
— ¿Había muchos más hombres que mujeres, por aquel entonces, en el grupo de participantes de AFS?
— [Esther] No, no. Me llamó la atención, precisamente, el equilibrio que había. Quizá en España éramos menos chicas que chicos. Pero en las demás nacionalidades había mitad y mitad. Lo maravilloso del viaje empezaba ya en el mismo barco, donde coincidimos todos. Los nórdicos se levantaban temprano para hacer deporte. Y los españoles e italianos, mientras tanto, bailábamos sevillanas y flamenco. Teníamos aquello revolucionado.
— [Elena] Recuerdo bien a una amiga paquistaní. Fue fascinante lo que aprendí de ella, en aquellos días cruzando el Atlántico. Abrió mi interés por su parte del mundo, que luego pude resarcir de adulta.
— [Esther] El primer choque fue ya durante el viaje, sí. Descubrí los cereales, o los perritos calientes o las hamburguesas, allí mismo.
— Al desembarcar, ¿siguieron los descubrimientos?
— [Esther] Como yo iba a un pueblo pequeño, aquello fue un acontecimiento. ¡La llegada de la española! Me recibieron la banda municipal y la prensa local. Después me sorprendió el instituto, ya que yo venía de un colegio de monjas. En Estados Unidos, por primera vez, podía elegir las asignaturas. O investigábamos, más que aprender la lección. Nos soltaban a nuestro aire para que hiciéramos trabajos ¡y los presentáramos en público! También se tomaban muy en serio la gimnasia. Me metí en todas las actividades que encontraba. Desde el periódico escolar hasta el equipo de animadoras. Y luego empezaban los bailes, y llegaba el chico y me recogía con una orquídea. ¡Eso en España no pasaba!
— [Elena] Yo le debo a mi madre anfitriona mi primera conversación sobre sexo. Jamás había hablado con mis padres de ello, ni sabía qué era un anticonceptivo. Venía de una sociedad donde una se casaba y empezaba a tener hijos, uno tras otro. Así que fue mi familia de allí la que me enseñó a protegerme, en ese sentido. También en los bailes, claro: que si alguien se acercaba más de lo que yo quería, le pusiera en su sitio.
— [Esther] O que, si algún chico nos proponía subir a la colina con el coche, o a uno de esos cines drive in, supiéramos qué pretendía. Pero tengo más recuerdos, como que me tocó dar muchas charlas, en asociaciones y demás. La gente me preguntaba mucho por la dictadura en España. Yo no sabía bien qué responder, porque en mi casa tampoco hablábamos nunca de política. Todo eso empezó para mí aquel año. Lo poco que sabía sobre la dictadura lo había estudiado durante las pruebas de selección de AFS. En cualquier caso, mucha gente en Norteamérica no sabía ni dónde estaba España ni, a ratos, el resto de Europa. Les sorprendió, por ejemplo, ¡que yo supiera utilizar un teléfono!
— ¿Qué fue lo que más les chocó, de todo lo que encontraron?
— [Esther] Recuerdo la primera vez que vi las mudanzas, con las casas enteras montadas, tal cual, encima de los camiones. Mi familia anfitriona era de clase trabajadora y, aun así, me parecía que allí había más lujos que en España. Los chalés con jardín, sin cercos ni vallas. El ir al colegio patinando a través de la nieve. Al tiempo, que mi familia allí fuera en realidad humilde me ayudó a aprender a coser, porque nos hacíamos nosotras mismas los vestidos para las ocasiones especiales. Aún guardo algunos de ellos.
— [Elena] Para mí, fue la primera vez que vi la televisión. Pero también se me quedaron algunos recuerdos que no completé hasta llegar de vuelta a España. Como, por ejemplo, que un jardinero tuviera pendiente operarse la rodilla, pero no pudiera, por falta de ahorros. Así, supe que en mi país estaríamos muy atrasados en algunas cosas, pero éramos afortunados en otras. Ese choque fue difícil.
— ¿Qué recuerdan de la vuelta?
— [Elena] Fue duro. Echaba mucho de menos la vida que había conocido allí. Durante aquel año, todo me había parecido enriquecedor y confortante. ¡Y aquí había tantas limitaciones! Además, prefería no hablar de todo esto con las amistades que había dejado aquí. Les resultaba presuntuoso, como arrogante, el escucharme hablar de Estados Unidos. Así que dejé de contarlo.
— [Esther] Me pasó lo mismo. Llegué a veranear, de vuelta de Estados Unidos, y me miraban como a un bicho raro. Yo me había traído una minifalda de Norteamérica y mi padre casi me mata al verla. Volví al mundo en el que las normas venían impuestas de arriba, y todas se daban por buenas y nadie las cuestionaba. A un lugar en el que las cosas nos pasaban por encima, sin que las reflexionáramos. Pero yo volvía con un montón de preguntas, con ganas de analizar las cosas de forma crítica. Sí tuve una suerte: mi mejor amiga también había realizado el programa de AFS ese año, así que podía compartir con ella estas reflexiones. Y me apunté de voluntaria en la organización. Esto me ayudó a adaptarme poco a poco.
— En lo profesional, ¿hasta qué punto la experiencia les cambió la vida?
— [Elena] Fue un salto hacia el futuro. Al volver, yo también pasé una temporada ayudando en la oficina. Aprendí francés y alemán y viajé por Europa. Me fui yo sola hasta Alemania, en autobús y a casa de una amiga que había conocido en la organización. Estaba en Berlín cuando cayó el muro en 1989, y pude verlo desde allí gracias a aquellas amistades. Al tiempo, los idiomas me ayudaron a trabajar de secretaria en las grandes empresas que iban creciendo en España. Se me abrió el mundo laboral, y con salarios muy buenos.
— ¿Qué consejos darían a las jóvenes que, décadas después, se plantean emprender la misma aventura? Es el caso de Iria, la nieta de Esther.
— [Elena] A pesar de toda la tecnología y la información con la que vivimos hoy, creo que esta experiencia sigue siendo necesaria. Y la edad a la que tienen lugar estos programas es perfecta. Sobre todo, porque nos abren las ganas de conocer más. Después de algo así, el mundo nos queda muy cerca. Así que yo les diría que aprendan idiomas y viajen. Y no para hacer turismo de sol y playa: que viajen de verdad.
— [Esther] Que se empapen de todo. Que hablen con la gente, que lean mucho, que escuchen la radio y se interesen por su alrededor. Y que se olviden de España y se integren del todo en su familia, en su nueva forma de vivir. Hay una madurez que solo se adquiere así. Pues eso: que sean valientes.